viernes, 28 de noviembre de 2008

LOS NIÑOS DEL CARBÓN.

LOS NIÑOS DEL CARBÓN.

El estado de los niños trabajadores es más deplorable todavía en las minas de carbón. Sobre él dice el informe de una comisión nombrada para estudiarlo en Inglaterra: “En el distrito de Halifax las capas de carbón en muchas minas no tienen más que 14 pulgadas de espesor y pocas veces pasan de 30 y, en consecuencia, no pudiendo trabajar en ellas los obreros adultos, aunque se inclinen, tienen que hacer los niños el trabajo casi tendidos en el suelo y con la cabeza apoyada en una plancha. Cuando tienen un espacio un poco mayor, se ponen sobre una rodilla, con la otra desplegada para poder balancear el cuerpo. Durante todo el tempo que permanecen en estas oscuras rendijas sin aire y encendidos por el calor, están completamente desnudos”.
“No olvidaré jamás –agrega uno de los comisarios del informe- la impresión que experimenté a la vista de la primera criatura infortunada que encontré de esta manera. Era un niño como de ocho años que me miró al pasar con una expresión de idiotismo que me heló el corazón. Era una especie de espectro que no podía vivir más que en este lugar de desolación. Cuando me acercaba a él para hablarle, se escondió en un rincón, temblando de pies a cabeza, temiendo quizá que lo maltratase, y ni promesas ni amenazas bastaron para que saliera de escondite, que sin duda consideraba seguro”.

LAS TRES MENDIGAS.

LAS TRES MENDIGAS.

Eran tres las que así chismorreaban, sentaditas a la derecha, según se entra, formando un grupo separado de los demás pobres, una de ellas ciega, o por lo menos cegata; las otras dos con buena vista, todas vestidas de andrajos, y abrigadas con pañolones negros o grises.La señá Casiana, alta y huesuda, hablaba con cierta arrogancia, como quien tiene o cree tener autoridad; y no es inverosímil que la tuviese, pues en donde quiera que para cualquier fin se reúnen media docena de seres humanos, siempre hay uno que pretende imponer su voluntad a los demás, y, en efecto, la impone.
Crescencia se llamaba la ciega o cegata, siempre hecha un ovillo, mostrando su rostro diminuto, y sacando del envoltorio que con su arrollado cuerpo formaba, la flaca y rugosa mano de largas uñas. La que en el anterior coloquio pronunciara frases alternas y descorteses tenía por nombre Flora y por apodo la Burlada, cuyo origen y sentido se ignora, y era una viejecilla que resolvía y alborotaba el miserable cotarro, indisponiendo a unos con otros, pues siempre tenía que decir algo picante y malévolo cuando los demás repartijaban, y nunca distinguía de pobres y ricos en sus críticas acerbas. Sus ojuelos sagaces, lacrimosos, gatunos, irradiaban la desconfianza y la malicia. Su nariz estaba reducida a una bolita roja, que bajaba y subía al mover de labios y lengua en su charla vertiginosa. Los dos dientes que e sus encías quedaban, parecían correr de un lado a otro de la boca, asomándose tan pronto por aquí, tan pronto por allá, y cuando terminaba su perorata con un gesto de desdén supremo o de terrible sarcasmo, cerrábase de golpe la boca, los labios se metían uno dentro de otro, y la barbilla roja, mientras callaba la lengua, seguía expresando las ideas con un temblor insultante.
Tipo contrario al de la Burlada era el de señá Casiana: alta, huesuda, flaca, si bien no se apreciaba fácilmente su delgadez por llevar, según dicho de la gente maliciosa, mucha y buena ropa debajo de los pingajos. Su cara larguísima como si por máquina se la estiraran todos los días, oprimiéndole los carrillos, era de lo más desapacible y feo que puede imaginarse.